La mujer-lagarta llega a mediodía a la playa. Siempre es a esa hora un minuto arriba o abajo. Yo ya llevo un buen rato cuando ella aparece con su bolsa. Entra en la arena con ritmo muy lento como si estuviera ya cansada a esa hora o pesara demasiado el contenido de una bolsa que parece ligera. La deja en el suelo y comienza el ritual playero de cada mañana.
Primero extiende cuidadosamente la esterilla sobre la arena. Sobre ella, la toalla y un pequeño reposacabezas -de esos que parecen una silla de tijera diminuta que a mi tanto me recuerdan a los del antiguo Egipto-. Luego se desprende de la ropa, coloca alineadas junto a ella las zapatillas y se sienta para untarse la crema. En este proceso no parece tener ninguna prisa.
Comienza con el contorno de ojos para pasar al resto de la cara y las orejas. Luego se explaya con la zona del cuello, hombros y pecho. Una y otra vez va cogiendo crema en pequeñas cantidades y no cambia de zona hasta que no se siente segura de haber cubierto bien la anterior. Luego es el turno de la espalda , lo que la obliga a realizar torsiones de brazos que revelan su gran flexibilidad. Por último, barriga, parte baja de la espalda, piernas y pies.
Aunque podría parecer que se preocupa mucho por su protección, no es verdad. La crema que usa-lo vi el otro día- no tiene factor de protección. Es uno de esos aceites tropicales de coco- que se huelen a distancia para desgracia de los que odian el exquisito fruto del cocotero- de color naranja oscuro que, me atrevo a especular, tiene algún pigmento que tiñe la piel porque la de la mujer-lagarto imita el tono a la perfección.
Cuando concluye se deja caer sobre la arena mientras exhala un suspiro de honda satisfacción. Y aquí comienza el espectáculo.
Se queda tan inmóvil que somos muchos en la playa los que buscamos el leve movimiento de su respiración para confirmar que sigue con vida. Puede permanecer así durante horas, sin mover ni un músculo, ni manifestar el menor sufrimiento mientras el sol abrasa su piel-o caldea su sangre fría-. Bajo sus gruesas gafas de pasta negra, me parece adivinar sus ojos amarillos abiertos para absorber, hasta por la retina, todos los rayos del astro rey. Durante ese tiempo el resto de la playa es un hervidero de vida, en el que la gente juega a las palas, toma algo en un chiringuito, se baña, se reboza por la arena o se besa, en definitiva, vive.
Casi cuando nos vamos a ir sale de su letargo, se levanta de un salto-como si estuviera ahora cargada de energía solar- y se acerca al mar a darse un baño tan fugaz que evite que pierda la cálida temperatura conseguida. Mientras termino de guardar la sombrilla observo como regresa a su sitio para seguir tostándose ahora de espalda.
¡ ESPERO QUE TE HAYA GUSTADO ESTE RELATO DE OBSERVACIÓN PLAYERA Y QUE SIGAS DISFRUTANDO DEL VERANO 😀 !
Autora: Lourdes Repiso